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“En todos mis años como profesor asociado, nunca he recibo una formación específica en pedagogía.”
JS

Suelo explicar que mi vida como profesor universitario empezó hace unos 20 años, cuando una escuela de diseño de Barcelona me llamó para hacer algunas asignaturas, pero no es verdad. Ya a los 23 años, con mi primer intento de hacer un Máster, me pidieron hacer sesiones semanales de apoyo a los alumnos del grado en calidad de ayudante de profesor (en inglés, TA). Después me tocaría hacer sustituciones de clases magistrales cuando los titulares no podían. Se suponía que prestaría este servicio por un descuento en la matrícula, que en aquella época tampoco llegaba a 600 euros anuales en cambio actual. Así que para estas sesiones no cobraba nada; representaban el deber que teníamos como aspirantes a un título superior, reduciendo la carga de los profesores titulares, además de contar como experiencia previa para una posible carrera académica.

Nos convocaron a una reunión previa para explicar los procedimientos, pero sin aportar ninguna pauta ni metodológica ni pedagógica. Eso era cosa nuestra. Uno de los catedráticos presentes, tampoco muy mayor, insistía que era mejor ir vestido con americana o incluso con corbata, ya que “de esta manera os respetaran más y no intentaran aprovecharse de vosotros.” El comentario invisibilizaba a las muchas mujeres presentes. Desde luego, ninguno de nosotros hicimos caso a esa exigencia, sacada de un modelo jerárquico.

En todos mis años como profesor asociado, nunca he recibo una formación específica en pedagogía, ni tampoco una preparación metodológica. Con publicar el programa antes de empezar, entregar las notas y aplicar la evaluación continua, con la nota final repartida entre varias tareas, es más que suficiente. En cambio, cuando se empezó a utilizar el Moodle, hice bastante horas de seminarios y tutorías. El ajuste tecnológico viene con un presupuesto correspondiente para enseñar a utilizarlo, mientras que hay poca formación específica para lo que pasa en el aula. Los centros universitarios confían mucho al buen hacer de sus docentes, muchos asociados o a tiempo parcial. Hasta nos recuerdan a menudo que somos la primera línea de representatividad de la institución, que nos debe llenar de orgullo. Pero después, poco de esta supuesta apreciación se ve reflejada en la remuneración, la relación contractual o algo de estabilidad en los horarios (por norma caóticos).

Ante la realidad paradójica del papel que me habían otorgado, desde el primer momento tenía presente la importancia de las evaluaciones de los alumnos, ya que podrían condicionar las contrataciones futuras (solo una vez ha asistido a una clase mía una persona en función de evaluadora). Ya antes de empezar mis primeras clases entendí que el orden, la claridad e incluso la amabilidad eran factores prioritarios, ya que son aspectos donde la opinión del alumno cuenta. El corolario es que las instituciones prestan menos atención a lo que se opina sobre la base teórica o la calidad de la materia impartida. Se supone que los alumnos de grado no van a poder juzgar si un temario está bien estructurado. Así que la propina (en forma de poder repetir la experiencia el año siguiente), corresponde más la personalidad del camarero que a la calidad de la comida. Todos sabemos de colegas que imparten materias con el contenido nada actualizado, con modelos anticuados de conocimiento, basadas en premisas canónicas, no inclusivas o etnocentristas, pero que sobreviven a base del buen manejo del alumnado en el aula (sin entrar en el factor de los enchufismos).

La única vez que me echaron de un trabajo de docente universitario, recibí la llamada un 31 de julio, sin poder quedar en persona, y ya sin posibilidades de encontrar alternativas para septiembre. La ironía era que en ese momento yo estaban dando una asignatura de verano parecida en otra universidad de mucho más prestigio y solvencia (entre 25 mejores del mundo en arte y diseño, sin olvidar de los defectos de los rankings). En los dos casos, yo había desarrollado el contenido y metodología la asignatura, en ambos casos para cumplir con la exigencia de un nuevo grado de diseño de ofrecer asignaturas teóricas con base humanística. Mi gestor tuvo que intervenir a última hora, y nos citaron en el Tribunal Laboral de Arbitraje—pero ellos no acudieron a la cita. Algunos meses más tarde encontré a una exalumna mía (de otro centro) que me explicó, entusiasmada, que estaba haciendo las mismas asignaturas que “había dejado”, gracias a que la habían facilitado todos mis esquemas, ejercicios y presentaciones, guardados en su intranet. Me quedé tan boquiabierto que no pude decir nada sobre la falta de ética institucional o su carencia de sentido colegial.

Hace poco un joven diseñador me explicó que había tenido para una asignatura una artista visual española conocida y de gran solvencia, pero que la habían echado del centro después de solo un curso. “A lo mejor pensaban que era demasiado innovadora”, me dijo. No ignoro que muchas veces son las mujeres más jóvenes que sufran estas discriminaciones. Además, mientras a mí me puede preocupar el tema del trabajo académico precarizado, como una realidad continuada revestida de incertidumbres, ansiedades y un sinfín de microagresiones, a otros, sin la suerte de la continuidad, ni siquiera les llega a vivir la precariedad de pleno. A muchos ya les gustaría, me imagino, decir que forman parte de este mundo, precarizado o no, en vez de estar afuera mirando a dentro.

JS

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